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Mentir o decir la Verdad

Para algunos, mentir se ha convertido en un estilo de vida. Cuándo te preguntan ¿Cómo estás? ¿Qué contestas? “Bien, muchas gracias” o algo similar. ¿Estás diciendo la verdad?

Decir la verdad todo el tiempo no es fácil

El gran Gandhi se propuso nunca mentir y habla de sus experiencias en sus libros. Ni aun para Gandhi fue fácil. El decir siempre la verdad nos puede poner en problemas, la verdad a veces no viene al caso y en otras puede herir. Casi todas las personas que te preguntan cómo estas están solamente siendo cordiales, en realidad no están interesadas en tu situación. Si estás en casa de alguien quien te invitó a comer y esta persona te pregunta ¿Te gusta la comida? Qué le vas a contestar si no te gusta, “está muy buena” es una de las respuestas comunes. Sin advertirlo, han creado una red tan compleja de información falsa, que ya no saben cómo escapar del enredo y hallar la verdad.

Es probable que la mentira produzca cierta fascinación en los niños. Además de aprender a evitar que sean (regañados) retados por los mayores, pueden construir un mundo fantástico a su tamaño. Y de allí puede surgir un inocente “jugar a engañar” que, al ver las ganancias potenciales, se convierte en hábito. Los mentirosos sostienen que, aunque el deslumbramiento no es legítimo, de todas maneras, lo disfrutan bastante. Su posición es clara e implacable: la mentira como un instrumento para obtener ganancias secundarias. También mentimos para huir de las obligaciones asumidas. Podemos enfermarnos, o inventar una calamidad doméstica o hallar un chivo expiatorio en nuestra imaginación. Otra vez el provecho, a través de una falsificación que no siempre es delito y que produce alivio. A veces, pareciera no existir antídoto contra esta tentación. ¿Quién no ha mentido alguna vez? Aunque se trate de mentiras piadosas (justificadas en la intención de no producir un daño innecesario).

¿Quién tira la primera piedra?

Las mentiras frecuentes pueden originar, al menos, dos problemas de consideración:
  • El primero, cuando se vuelve costumbre y se repite mecánica y sistemáticamente, sin mucho sentido: embaucar por embaucar. Ya ni sabemos por qué lo hacemos: mentirosos crónicos, megalomanía.
  • Y el segundo, cuando llegamos a creernos el cuento y a confundir la verdad.
Adoptamos una forma de autoengaño donde la existencia real y fantaseada se entremezcla peligrosamente. No sólo terminamos siendo víctimas de nuestro propio invento, sino que además somos víctimas felices. Esta farsa continua y autodirigida, obra como una píldora de “éxtasis”, una megalomanía existencial que nos hace sentir, irracionalmente, más ligeros del equipaje. ¿Qué pasaría si desde hoy, sin excusas ni amagues, decidiéramos mostrarnos como en verdad somos y asumiéramos el riesgo de hacernos públicamente responsables de nuestras acciones, pensamientos y afectos?

¿Generaríamos tanto rechazo como creemos?
Dejar de mentir es un alivio

Sin máscaras, el rostro se ve mejor, más relajado. Ya dejaremos de vernos tan perfectos como hemos querido aparentar, pero al menos auténticos. Deben ser muy pocos los que nunca han mentido, si los hay. De todos modos, puedes al menos ser veraz sobre los rasgos que te definen en esencia, y que no podrás disimular o enmascarar, sin sentirte traidor de tus propias causas.

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